lunes, 3 de febrero de 2014

De lápices en la boca y ceniza en las manos.

Son casi las dos de la mañana y la luz del flexo me da en plena cara, cegándome. Estoy haciendo un trabajo de clase en el cual tenemos que dibujar un lugar que nos haga sentir bien destacando los contrastes luz-sombra y dimensionando correctamente el espacio, dejando que se aprecien sus cualidades arquitectónicas. El protagonista de mi libro favorito dice en uno de sus interminables monólogos que si alguna vez desaparece le busquen en una estación de tren. Quizá sea el humo de marihuana que sale de un cenicero más improvisado imposible, quizá sea el cansancio acumulado, quizá sean los recuerdos, pero no sé muy bien cómo ahora tengo las manos manchadas de azul y negro tras haber acabado el primero de tres bocetos de la estación de tren de mi ciudad. Siempre había oído que los domingos son los días para solucionar las cagadas de los sábados por la noche, cuando entre ebrio y eufórico metes la pata una y otra vez -o no, según qué se considere por meter la pata. Para mí la estación de tren de mi ciudad es un domingo; es ese lugar donde encuentro a gente que hacía años que no veía y a gente que ojalá hiciera años que no veo; donde, con mi vaso de café aguado de la cafetería de al lado en una mano, la maleta en la otra y las ganas en el bolsillo trasero del pantalón echo a caminar por una ciudad que me conoce incluso mejor que yo misma; por una ciudad que podría recorrer sin perderme con los ojos cerrados. Es increíble cómo, a pesar de lo poco que me gusta el aire que allí se respira, siempre doy un rodeo para llegar hasta casa, a pesar de la fatiga tras el trayecto y el llevar la maleta a cuestas.

"Que ya no me huele el aliento a café ni el pelo a tabaco, ni me llora el cielo cuando más necesito notar la tierra mojada bajo mis pies".