domingo, 22 de diciembre de 2013

Sobre cafés de madrugada y trenes por las mañanas.

No sé si es porque no me he querido dar cuenta antes o cómo, pero quedan dos escasas semanas de año y a mí aún me dura la resaca de la nochevieja pasada. Sigo teniendo en la boca el regusto a anís de las últimas fallas y notando el estrés de la semana antes de la selectividad. Sin embargo, por encima de todo eso siento las ganas de cantar de agosto, el ir a las prácticas de Construcción con una resaca atroz o los martes en El Cedro bebiendo cervezas de marca barata. Algo normal, supongo, teniendo en cuenta que de todo lo último hace menos tiempo que de lo primero, pero conservo todos y cada uno de los billetes de tren que compro para volver a casa cortados en pedacitos y preparados para hacer boquillas con ellos, como si fumar con ellos ayudara a hacer más llevadero el tener que volver.

Me estoy tomando este café y me sabe un poco como a los de la máquina de café que está en frente de la biblioteca de mi facultad. He tardado menos de lo que imaginaba en acostumbrarme a tener otro horario colgado en la pared y el bonometro junto al despertador; a tener en la cabeza las risas de personas que acabo de conocer, y me siento como si en cualquier momento fueran a empezar a dolerme los pies del cansancio acumulado de todos los conciertos vividos durante este año.

Decir que me he acostumbrado a vivir entre trenes sería mentir, es más apropiado decir que me he acostumbrado a vivir entre maletas -ahora mismo tengo una bajo mis pies- y entre desconocidos que llevan su vida recogida en unas pocas bolsas. A tener las manos llenas de callos y las uñas manchadas de grafito, el escritorio lleno de virutas de goma de borrar, y lápices por todas partes. A llevar siempre unos cascos puestos en las orejas y un bloc de dibujo en la mochila.

Espero no tener que echarte de menos, 2013.

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