lunes, 4 de octubre de 2010

Su pelo rojo como el fuego era lo único que veía, brillaba como si de una llama se tratase. Corrí y corrí bajo la lluvia, persiguiendo el resplandor anaranjado, pero corría más que yo.
Tras mucho correr, cayó agotado sobre un banco, y me acerqué a él. Tenía la cara crispada por el cansancio.
Abrió los ojos, dos grandes y azules océanos que se posaron sobre los míos, y me miró; me cogió de la mano y echamos a correr, riendo, sin importar que un millar de gotas de agua cayeran sobre nosotros...

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