(…) era un hombre extravagante y generoso, amante de las
exquisiteces del mundo. Sólo pintaba de noche y, aunque no era bien parecido (…)
se le podía considerar un auténtico rompecorazones, dotado de un extraño poder
de seducción que manejaba casi mejor que el pincel.
Modelos que quitaban la respiración y señoras de la alta
sociedad desfilaban por el estudio deseando posar para él y (…) algo más.
Salvat sabía de vinos, de poetas, de ciudades legendarias y de técnicas de
acrobacia amorosa importadas de Bombay. Había vivido intensamente sus cuarenta
y siete años. Siempre decía que los seres humanos dejaban pasar la existencia
como si fueran a vivir para siempre y que ésa era su perdición. Se reía de la
vida y de la muerte, de lo divino y de lo humano. Cocinaba mejor que los
grandes chefs de la guía Michelin y comía por todos ellos.
(…) Decía que la luz era una bailarina caprichosa y sabedora
de sus encantos. En sus manos, la luz se transformaba en líneas maravillosas
que iluminaban el lienzo y abrían puertas en el alma.
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